La sombra fue cambiando,
giraba sobre mi
como si un compás
delimitara su círculo externo.
El área que encerraba mi mundo,
tan excluyente.
La frialdad de mis ojos se hacía fuerza
que entraba en mi,
de la misma forma en que se proyectaba
al exterior.
Y hería de igual forma.
Mis manos eran incapaces de cerrarse
sobre otras manos,
de rozar otra piel y hacer cálido el contacto.
Yo era fría, ante todos
y ante mi misma, frente al espejo
que se hacía el muerto al reflejar mi imagen
inmovil.
Así me protegía del dolor externo,
sin saber que la soledad duele,
que la indiferencia duele,
que la ausencia de risas y llantos
no garantizan la supervivencia,
sino tan solo, quizá, una muerte más lenta,
aislada, con las manos gélidas,
y alguna última lágrima perdida
helada sobre las pestañas,
prendida como una estalactita
perenne.
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